viernes, 14 de octubre de 2011

Rosas de Paestum



Se le caían los pickles de la mano como un nene torpe, que con poca insistencia los agarraba de la mesa y se los llevaba a la boca con cara de dolor.
Nos habíamos querido sin duda, pero ahora todo se trataba de cerrar el caso; como un robo familiar o un manoseo a mediodía, nos estábamos encontrando para hacer un amor y demostrarnos el desdén, y verlo tirar los pickles y emborracharse. El caso estaba cerrado pero fuimos redundantes.
Esa ficción de ser otro me molestó; no se lo dije de pura cortesía y porque nos quisimos sin duda, y porque la ficción en los bares se torna medianamente pintoresca.
En cualquier bar, dos cuerpos que se habían pegoteado entre sémenes y roces se encontraban frente a un vaso de cerveza y una bebida tan estúpida como el margarita. El mozo trajo una servilletita blanca y la tiró despacio contra la madera, y sin esperar la aprobación dijo que si necesitaba algo, avisara. No necesitaba nada. Sería el tercer margarita de su vida y del cual no conocía peculiaridades ni su real sabor. Era ridículo esperar la asistencia de un mozo porque su ignorancia respecto de lo que se llevaba a la boca era completa y casi siniestra.
Dos cuerpos que tras mi último trago se pararon y se metieron en una pieza, se tocaron y se durmieron. Los mismos cuerpos, las mismas mañas de cama, los mismos roces en el sexo, sólo que ahora diferentes.
Como un tic que se avecina en el rostro por el paso del tiempo, éramos dos imbéciles tratando de presentar un telegrama de renuncia. Esas burocracias escuetas, que nos fastidian pero ejecutamos con la parsimonia y aceptación de cualquier buen empleado. Los pasajes previos a un salto que se sabe dado pero del que postergamos el grito por miedo al miedo, o al desenfreno, o al gusto del golpe en la cara.
No teníamos que tener piedad ni pena era la consigna implícita, pero en secreto, las tuve.
Me apenó su ebriedad insuficiente y sus manos que buscaban sin querer enterarse; y me apenaron ese grupo de caricias disueltas en dos lenguas chocándose y las risas que nos dimos. Y me apenó saberlo muerto. Porque lo maté.
Cuando eyaculamos le besé los dedos y esperé a que se duerma. De mi bolso saqué la cuchilla de cortar carne y le abrí el estómago en dos mitades, más o menos mitades. Guardé las entrañas debajo del colchón y el corazón, que se lo corté en pedacitos y lo tiré en el inodoro, fue una nostalgia que casi me hace quebrar.
Lo cosí. Agarré la billetera del bolsillo de su pantalón tirado en el piso. Lo vestí, estaba tan hermoso como al principio de la velada. Conté la plata y lo cargué en mis hombros.
La señorita de la ventanilla no preguntó pero pensó que mi novio estaba exhausto (tantas caras que salen muertas de hacer el amor, una más y más muerta, le sería indetectable; algunas entran muertas, y eso ya es costumbre para la señorita del hotel, de la ventanilla, seguramente) y con los ojos pegados al monitor me dijo y pagué ciento cuarenta y cinco pesos; agarré un caramelito de esos que ponen frente a la ventanilla de la tesorería para que uno salga a la calle con gusto a infancia y no a pija.
Me costó trasladarnos hasta la esquina porque él es alto y yo no soy alta. Pude. Lo tiré al río en plena mañana. Hice lo posible porque me vieran, pero todos optaron por seguir con su tarea matutina de impedir que el traje se arrugue o las polleras se plieguen a una hora no indicada.
Pensándolo, es inevitable que en unos días venga la policía y yo tenga que relatar todo de nuevo; voy a tener que confesarles que en uno o dos sentidos, cuando el amor muere se trasluce en la mirada.

2 comentarios:

Gabriel dijo...

Excelente. Salvo el anteúltimo párrafo que no es excelente: es genial.
Hay otras pequeñas genialidades sueltas dentro de la felicidad verbal que compone y justifica el texto completo; por fiaca, por pudor ante el elogio desmedido, no las menciono ahora. Deben ser las mismas que te parecieron geniales a vos mientras escribías.

LJG dijo...

jeje bueno, que me sonrojo =P
Felicidad verbal; buena expresión. He de robártela cdo sea necesario.