domingo, 3 de junio de 2012

Ausencia de puta








    ¿Cuántas veces puede pasar un hombre por la trilladora y conservar la sangre, el sol estival dentro de la cabeza? ¿Cuántas celdas chungas, cuántas malas mujeres, cuántos cánceres diversos, cuántos pinchazos de rueda, cuántos tal o cual o tal o cual o tal?
(Bukowski)



Líneas en la cabeza, fogonazos; cinco, once, siete, dieciocho. Francisco sigue encerrado; le golpeé la puerta y no me abrió, ¿estará muerto?
En este lugar todos los días muere alguno; no me sé los nombres porque el único que me importa es Francisco, y recordarlos me sacaría espacio para él.
Ayer murió uno petiso, que tenía los ojos como carozos de aceituna; dijeron que se quedó dormido a las once de la mañana y desapareció. No sé más; tengo que atender lo de Francisco.
Tachar. Esa es la acción. El movimiento dentro de mi cabeza es como si estuvieran tachando de izquierda a derecha rápidamente; no llego a darme bien cuenta del movimiento exacto pero creo que es así.
Se enojó cuando le dije que no era nada del otro mundo eso de cojer; si se viera la cara fuera de ese momento y escuchara sus gritos apagados me entendería. Sos desapasionada, no deberías hacer todo tan explícito, me dijo Francisco. Él no entiende que después me olvido; ahora me acuerdo. Cojiendo o trabajando es igual de ridículo, pero yo en el momento me olvido, porque también me ridiculizo con la cara de espasmo, y me compenetro con la función del cojer. No es malo esto. Hasta me lo imagino con ella; las cosas que se dicen y se hacen; cómo la mira y le toca el pelo con las mismas manos y la misma mirada que conmigo; la risa que guardan porque querían verse en pelotas hace bastante. Es gracioso; cuando está con ella no es tan ridículo como cuando está conmigo; es el efecto de lejanía, la salvación de la humanidad. Me excita.
Mañana va a morir otro y tampoco voy a aprenderme el nombre. Tendría que enumerarlos aunque es complicado porque son muchos y, después de todo, estaría nombrándolos lo mismo y yo sólo quiero a Francisco.
No sé si los demás notan cuando se tacha mi cabeza; yo trato de disimularlo, me da vergüenza. Si se ve tan rápido como yo lo siento, debe ser impresionante, entonces como no quiero matar a nadie de un susto, disimulo, hago de cuenta que estoy leyendo y creo que paso desapercibida. No sé si funciona.
El otro día, antes de encerrarse, Francisco se rió cuando le dije que la única pena en este lugar es estar presente; creo que se rió cinco minutos sin parar. ¡Estos tanos tenían cada cosa! Vos por miedo, me dijo, vas a terminar creyendo en Cristo. Bueno, le dije, no sería tan malo, pequé por instinto, tendrían que condenarme. Se rió de nuevo, fuerte. Dejá de robar, me gritó. Es que me olvido y no me doy cuenta de que ya lo dijeron. Me dio muchos besos y nos acostamos abrazándonos; me pegó con el codo, no puede no hacerlo, acá ya no cabemos.
Acaba de morir otro; tenía los ojos más claros de todo el lugar; dicen que fue a comprar jazmines y algo o alguien le sacó los ojos y se cayeron dentro del ramito y el tipo de las flores le sacó tres minutos de fotos con el celular. Esto estoy por olvidarlo.
Si le toco la puerta de nuevo se va a poner de malas; voy a hablarle:
-¿Francisco?
-Basta
-Hice milanesas
-No quiero salir, ¿entendés?
-Te las paso por debajo de la puerta
-Bueno.
(Me aceptó las milanesas; creo que mañana va a ser mejor).
-¿Te das cuenta de que actuás como cualquiera?
-Y sí, definitivamente. No tengo ganas de hacerlo distinto. ¿Tengo que abrir la puerta?
-No, podrías intentar morirte de muerte natural. Cerrar los ojos y olvidarte de respirar
-Es imposible, voy a querer respirar, te aseguro
-Hacé el intento
(Lo escucho, lo está intentando. Lo quiero).
-Uhm, no, no puedo. Está rica la milanesa.
No le sigo hablando porque me estoy por aburrir.
Tachar de nuevo, fogonazos, puedo contarlos, da treinta y uno. Ya son las doce y Francisco se va a olvidar de mi nombre. No, no me estoy muriendo, estoy fingiendo para que me olvide y una vez desmemoriado lo voy a mirar y va a ser como conocerlo de nuevo; él no va a saber qué tiene que mentirme y yo voy a ignorar lo que creerle, entonces  se habrá perdido el sentido y viéndolo lejano, sin conciencia de la lejanía, no quedará ni el ridículo. El también habrá muerto.
Ahí abrió la puerta.