miércoles, 23 de noviembre de 2011

La cautiva da



No quiero ni debo engañarte. No necesito tu aplauso, no temo a tu abrazo, ni me hace falta tu dinero. Estoy más allá del oro y de la fama; más allá de esa fe que hácete creer sincera la caricia de tu hembra y la mano de tu amigo.
(Raúl Barón Biza, El derecho de matar).

-Horaciooooooooooooo
-¿Qué, viejita? ¿Qué le pasa?
-¿Cuántas veces va a levantarme el piso?
-Madre mía, no sabe lo que yo tengo en mente, y de saberlo noooooooooooooooooooooo me lo permitiría.
-Horacio, si no tuviera tantos hijos, y usté tantos hermanos, le prometo que le rompería la cara a golpes, pero el puño está cansado, y yo ya no soy la que era en España.
-Vieeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeejita, cómo te quiero
-Cállese la boca
-Si se calla el cantor, no le entran moscas
-¿Vos no te ibas a vivir a La boca? ¡Vamos, váyase de acá, ya está grande!
-No la voy a defraudar, vieeeeeeeeja.

Así es que Horacio se vio obligado a acudir a la guitarra. Cría cuervos y te sacarán los ojos, dice el dicho popular, pero la madre de Horacio tenía la mirada aviesa y jamás hubiese permitido estarse frente a ningún cuervo, así que una vez el producto hecho y deshecho, lo echó de la casa para que el Horacio cante.

-Che, mooooooooozo, sirva un trago más de tinto, yo tomo por único motivo, la mama me rajó
-Oiga, Horacio, que se está confundiendo de canción; usté no debería tomar por ninguna razón; apure el trago, que ya están agitando los muchachos del fondo; si no sale con buena cara lo van a terminar rajando de acá también. Usté nació para la guitarra.
-¿Quién se robó a mí mismo de las manos de mi vieja? Y yo que quería ser bailarín
-No joda, Guaraní
-No me siga el verso, que esto se torna inevitable, sólo soy un varón solo así que no pretenda domarme, que me aflojo y lloro.
-El vino triste
-¿Y se jue contento?
-No, que usté parece el personaje de ese tango
¿Cuál tango? No me embarulle, y tráigame un traguito más.

Horacio se puso a cantar con todo el vino en la guitarra, y los muchachos del fondo lo ovacionaron, y es sabido que cuando en el fondo las manos hacen ruido es porque la cosa funciona. “Como todas, la dicha tan merecida”[1], gritaba el cantor cuando una muchacha de unos diecisiete se subió al improvisado escenario:
-Yo soy teñida y villera –dijo la muchacha con voz apresurada
-Vueeeeeeeeeeeeeela, vuela bien alto, que no te alcancen
-Ese chamamé…
-¿Qué es eso? –interrumpió Horacio
-¿Cómo que qué es? Lo que estás cantando, viejo
-Chamamé, uhm, interesante –con gesto serio. Me acuerdo de la vieja…
-Espere, espere, no se ponga nostálgico –en el fondo, los muchachos inquietos empezaron a murmurar porque el recital se había visto interrumpido por la presencia de la señorita- Cierren el pico, bocas flojas, que esto es un asunto serio, me estoy enamorando del Horacio y ustedes quieren que siga dele que dele con la guitara; a una nunca la toman en serio, che, pelotudos –los muchachos quedaron en silencio.
-Qué juez le habrá condenado a usté, muchachita
-No sé qué decís, Horacio, pero estoy a punto de amarte. Llevame con vos.
Y no terminó de cantar la canción. Horacio agarró el poncho que estaba apoyado sobre la mesa –que prudentemente habían dejado a su lado sosteniendo un vaso- y agarrando a la villerita del brazo, pegó un golpe en la puerta que dejaba atrás a la ovación de su público fiel y al boliche que lo vio si no consagrarse, dar el pie al amor, que es más bien lo opuesto.

-Y…¿cómo te llamás, villerita?
-Me dicen Berta pero me llamo Beatriz y me apellido…
-…está bien, está bien, villerita, usté me va a acompañar y vamos a recuperarla; vamos a ir a mi finca; le voy a enseñar cuál es el derecho de matar, y finalmente vamos a deshacernos de los ocho cuarenta
-¿Qué decís? ¿Matar? No, no, yo no quiero matar; ¿qué ocho cuarenta?
-Si yo conozco tus desgracias, villerita. Si yo conozco todas sus desgracias.
Conocía sus desgracias, indefectiblemente. Se la llevó a vivir a Luján y ahí nomás empezó un amor que nadie podría negar si no fuese porque la historia va por un lado, y la sabiduría por el otro, pero a nosotros no nos importa cuánta sea la impostación de los sucesos porque tenemos una cosa clara: en el principio fue el verbo, que es lo mismo que la mentira.
Berta peinaba su pelo largo y color platino cada mañana; en silencio, porque el silencio la hacía verse cuidada y porque, no haría falta decirlo, Horacio gritaba desgarradoramente cada vocal que se le metía en la lengua
-Beaaaaaaatriiiiiiiiiiiiiiiiiz, cómooooooooo teeeee aaaaaaaaamoooooooo
-Yo también, querido, pero me gustaría poder salir un poco más; desde que me vine para acá, lo único que hago es peinarme y, de vez en cuando, tomarme una copita de licor
-¿Licor?
-Un poquito. De huevo, a veces de chocolate, y si no de durazno; el de durazno me gusta porque –Berta no terminó de decir porque Horacio le dio un cachetazo que se escuchó a lo lejos
-Te dije que iba a curarte y enseñarte a matar, pero no me estás dando tiempo, Beatricita, sos brava, y a mí me gusta la mujer tranquila. ¿Sabés cuántos hermanos éramos en casa?
-La puta que te parió, borracho de mierda
-Éramos catorce –decía Horacio compungido y agarrando fuerte el poncho.-Catorce, Beatricita, como para que la vieja no se sintiera agobiada
-Andá al psicólogo a curarte porque te voy a prender fuego el viñedo, viejo puto.
Y Horacio se puso a cantar que le gustaba el vino y la mujer cuando llora, y las malas señoras, y seguro que le gustaban muchas cosas más, pero Berta le agarró la guitarra, la puso en posición de aplaste, y cuando le miró los ojos a Horacio le retrucó amenazante:
-¿Conque las malas señoras? Te voy a dar malas señoras
-No, no, mi villerita, no me aplastés la guitarra, que tengo que ir a trabajar –lloraba desesperado mientras se tocaba el poncho nerviosamente.
-¿Qué no te la aplaste? Me volvés a poner una mano encima y
Horacio estalló en llanto:
-MAMÁ, QUIERO A MI MAMÁ. MAAAAAAAAAAAAAAMAAAAAAAAAAAAAA.
-¿Qué? Te rompo la guitarra –insistió, con tono de mujer amenazando (ese tono que sólo puede poner una mujer que dice algo que va a hacer sin que la causa sea noble del efecto)
-MAMITA QUERIDA, DÓNDE ESTÁ MI MAMITA QUERIDA
Berta largó la guitarra y lo abrazó. Le envolvió los brazos en el poncho y lo puso a dormir.
-Viejo loco –se decía a sí misma y agarró la guitarra y se la escondió en el tanque de agua-. Éste no me agarra más a mí; si quiere chicha, va a tener limonada.
Al día siguiente Horacio se levantó con los ojos hinchados y llamó a Berta
-Beeaaaatriiiiiiiiiiiiiiiiiiz, tráigale un mate a su marido
No hubo respuesta.
-Beeaaaatriiiiiiiiiiiiiiiiiiz, que le voy a componer una canción hablando de su pelo rubio, y de que me hace feliz, y de que te salvé, m’hijita, te salvé.
Ninguna respuesta.
Pasaron cuarenta y cinco minutos, y al ver que Berta no venía con el mate, Horacio se levantó de la cama y atendió el teléfono, que acababa de sonar
-Hola, buenos días, ¿el señor Guaraní?
-A sus órdenes
-Lo llamamos de acá, de Santa Fe
-¿Quiénes me llaman?
-Nosotros
-¿Quiénes?
-Disculpe. Lo llamo
¿Quién?
-Mi nombre es Adalberto Pedregoni de
-…no importa, no importa, diga
-Que su madre murió y necesitamos establecer con alguien de la familia el color del cajón y la madera, puesto que sus trece hermanos mandaron llamarlo porque ellos no tienen el dinero suficiente para pagar el roble, pero quieren que sea de roble, y están seguros de que usted podrá ayudarlos, y en caso contrario, decirme qué hacer con su madre porque lleva muerta más de dos semanas
-¿Dos semanas? ¿Mi mamita? ¿Dónde la metieron?
-Está en la habitación de uno de sus hermanos, que se queja porque su madre está entrando en la putrefacción, y expide un olor poco sensual para la habitación de un hombre de edad poco madura.
-Tráigamela a casa
-¿Dónde vive usted, don Horacio?
-En Luján, provincia de Buenos Aires, finca Pelos Verdes, Poncho Inflado, al lado del caballo blanco.
-Eso es muy lejos. Espere que consulto
(El señor de la funeraria tardó siete minutos; minutos en los que Horacio pensó en muchas cosas, además de la canción que le quería escribir a la madre).
-Listo; mañana la tiene ahí. No le podemos…-se vio interrumpido
-Escúcheme una cosa, Adalberto, ¿por qué habla en plural?
-…
-No le puedo asegurar la hora en la que estaremos tocándole la puerta, pero estése atento. ¿Me dijo al lado del caballo blanco?
-El mismo.
-Perfecto, don Horacio. Será hasta mañana.
Horacio se puso contento porque iba a ver a la madre después de aquél momento horrible en que ella lo echó de la casa.
Con el poncho lleno de alegría, buscó la guitarra para componerle unos versos a su madre muerta pero se dio cuenta de que no estaba la guitarra y se acordó de Berta, y enfureció.
-Prostituta tenía que ser. Mamá lo dijo siempre, el que se acuesta con putas amanece mojado.
Las historias de amor también se diferencian de la sabiduría; y Horacio ignoraba la parte fundamental de la historia, que Berta jamás escuchó su chamamé íntegramente. Berta, con el amor de toda su ansiedad, nunca terminó de escuchar que la canción con la que ella se sintió impelida le coreaba a una prostituta. Horacio ignoró siempre que ella no fuera prostituta. Así las cosas, una historia de amor se vio rota por la mano invisible de…los hechos concretos. Será que uno más uno siempre deba ser más de dos.
Nuestro cantor masticó bronca hasta que se le prendió la lamparita. Si la bofetada se había escuchado a lo lejos, sería posible que el caballo blanco se hubiese escapado con Berta o sin ella; eso implicaba que el caballo era sensible a los ruidos, que Berta había huido cabalgando, y que, si se quedaba sin Berta de ese modo, tal vez se quedara sin la madre dado que el señor de la funeraria nunca encontraría la finca. Y no sabemos si el caballo fue sensible a los aplausos, pero nos imaginamos las otras dos opciones.
Sin Berta y sin la madre (al mediodía del día en que llegaría la madre de Horacio, llamó Adalberto y pidió más referencias, pero el cantor no supo dárselas; la madre muerta no llegó a destino) Horacio se sintió desolado y quiso tomar un vasito de vino para paliar las torpezas pasadas, la tristeza presente y la canción futura.
Tomó varios vasos de vino y pensó en hacer algo que nunca había hecho: colgarse del tanque de agua para cantarle sus penas a la virgen santa (claro, ustedes me van a decir que es obvio lo que va a pasar, pero a mí me molesta mucho la palabra obvio, obviamente y todas las que de ella se deriven conceptual o morfológicamente. Horacio no encontró la guitarra, porque Berta escondió la guitarra en el tanque pero luego, arrepentida de lo hecho y decidida a escaparse, se la dejó tirada sobre el pasto junto a una carta que decía “tacos de engaño te voy a dar”, palabras que nuestro hombre nunca leyó). Y procedió; subió al tanque y flameando el poncho le gritó una a capella a María, madre de uno, esposa de quién sabe qué cosa.
Terminó la botella, se colocó el poncho y se tiró al tanque donde se ahogó quedando en su rostro pegado un gesto de indecisión y varón, que cuando hallaron su cuerpo hicieron notar las portadas de todos los diarios.
Sus viejos amigos del boliche de La Boca al ver las necrológicas hicieron un brindis en su honor. Llamativamente, nada se supo de la madre de Horacio (los rumores santafesinos hacen saber que la depositaron en un pozo cerca de las Islas Malvinas, monumento que se yergue –en realidad se hunde, deben ir a verlo- en una ciudad alejada del pueblo del que ella era oriunda, pero que es muy visitado por los turistas luego de deleitarse con el monumento a la Bandera. No puede confirmarse porque tiene mucho de anecdótico y no es prudente decir a raja tabla que la muerta yace allí). Luego del brindis, siguieron cantando, porque nadie quiere que se calle el cantor.
Berta fue encontrada con Brian, un señor de origen dudoso y lengua capciosa, en piso pampeano, y dicen que feliz y morocha.
Muchos lloraron la muerte de Horacio, porque en el final también es el verbo.














[1] “La villerita”, Heráclito Catalín Rodríguez, vaya nombre el de Horacio Guaraní, compositor  de la misma. Si el lector duda de su mujer, consulte la letra, o en todo caso, nunca deje una canción a medio camino. El destino no se empecina.